Se podría decir que tengo una especial simpatía y complicidad con las personas mayores, me gusta cruzármelas en la calle y sonreírles sin conocerlas. Tengo una envidiable paciencia con su sordera aguda y por qué no, con compartir una tarde tomando el té en un geriátrico mirando documentales de plantas acuáticas.
Me generan respeto y me hacen ver la importancia de enfocarnos en el aquí y ahora. En algún momento esa etapa nos va a tocar a todos. Quizás a futuro seamos unos viejos con apps multifunción y vivamos a selfies mientras un par de robots cambian nuestro pañal o mejor aún, algún dispositivo que detecte cuando nos estemos por orinar y prepare un conducto invisible que llevará la orina a un lugar donde se pueda reutilizar para salvar a las ballenas. No sé qué sucederá, pero a los hechos me remito; el cuerpo se vence, se agota y uno inevitablemente deja atrás amigos que quiso mucho, familia, trabajos y vivencias que quedarán grabadas en una mente que, con el paso del tiempo, recordará cada vez menos.
Desde que tengo uso de memoria que mi abuela vivió conmigo y mis padres. Su paso por mi vida fue todo lo contrario a lo que supone crecer con “viejitos cerca”. Dos por tres me hacía explotar de la risa y se ganó mi profunda comprensión el día que la vi suspirar con cara de horror tras una clásica cena familiar:
– ¿Qué te pasa? – Pregunté.
– Estoy cansada – Contestó.
– ¿Cansada de qué? – Volví a preguntar sabiendo qué podría llegar a detectar las posibles razones; el arroz muy seco, los mismos temas de charla de siempre o la poca responsabilidad que tenía de lo que llegaba a la heladera de mis tíos.
– De la vida – Dijo, mirándome fijamente a los ojos.
Entonces confirmé que amaba y odiaba todo al mismo tiempo. Logró ser una mujer que mantenía intacto el genio a pesar de la evolución del tiempo. Y se podría decir que lidié con eso desde que nací.
En Navidad y Año Nuevo sentía un especial desprecio por las conversaciones efímeras y era en esos momentos que agradecía la sordera crónica adquirida naturalmente por la edad. Se empinaba hasta 4 vasos de whisky a escondidas sin sufrir consecuencias al día siguiente (con 28 años no puedo terminar ni un vaso sin cortarlo con un refresco con la medida suficiente de gas). Siempre creí que era una especie de alíen escondido en la apenas arrugada piel de una señora con una estupenda peluca, pero las reglas mundanas me bajaban a tierra y nunca pude confirmar tangiblemente mis sospechas.
Toda la vida me negó que se había retocado la cara y el cuello quirúrgicamente. Intentaba convencerme de que el agua y las cremas habían hecho milagros sobre un cutis que jamás mostraba a la luz su verdadera edad.
Mi abuela era magnética y fascinante por tener la habilidad de transformar todas sus fortalezas y defectos en cualidades inigualables. Podías tener mil emociones por un segundo cada vez que te hacía comentarios como – ¡qué gordita que estás!, mientras te daba unas palmaditas en los “jamones” o cuando volvías a los meses con varios kilos menos y quedaba sorprendida por tu aparente flacura. Nunca voy a olvidar palabras como -Caro, que mal te queda en la cara estar tan chupadita. Pero si hay algo que nunca podía suceder es que finalmente te decidieras a ignorarla. Era matemáticamente imposible porque mientras lo pensabas, ya estaba calculando el próximo movimiento.
Se maquillaba religiosamente todas las mañanas y ya en los últimos años, no le embocaba al pulso para usar correctamente el delineador y no le importaba que le quedara poquito labial de su preferido. Lo hurgaba como si debajo del producto hubiera petróleo. Peinaba sus pelitos blancos con pasadas equitativas de 30 y 30 por la izquierda y derecha de sus orejas. A raíz de esto es que desarrollé una inmensa ternura hacia la torpeza y los intentos fallidos.
Me enloquecía con los pedidos para hacer más entretenida su vejez; caramelos surtidos, massini de crema para el postre, maquillajes, esmaltes, revistas y más maquillajes. El pedido era específico y mi misión, era conseguir todo lo que pedía en el menor tiempo posible (no voy a negarlo, me encantaba hacerlo).
Me escuchaba como nadie me ha escuchado nunca y se despertaba a cualquier hora para prepararme mi comida preferida. Me daba consejos y hacía preguntas que una abuela que nació en la primera guerra mundial nunca pronunciaría:
– No es exhibicionismo, es que hace mucho calor.
– ¿Llevas dinero por si se le queda el auto en reserva?
– Traé otro champagne por las dudas que nos quedemos con ganas de tomar un poco más.
– Te presto la camisa, pero no te la regalo, me encanta como me queda.
– ¿Me vas a dejar abandonada en esta jaula de oro para pájaros sin alas? – refiriéndose a la última casa de salud donde solo estuvo unos meses.
Sin embargo, sus consejos reunían a todos los sabios en una misma velada y los dejaba pintados (muy pintados):
– Es cuando vos quieras, donde vos quieras y como vos quieras – luego de mi primera vez.
– A tu edad no podía elegir con qué hombre estar, por favor, no elijas al primer boludo con billetera grande.
– Si juzga tu manera de pensar, no te quiere.
– Juntá todo lo que no uses, vamos a regalarlo a alguien que lo necesite
Usaba bastón y si te tenía al lado, se agarra fuerte de tu brazo para llegar a cualquier destino de la casa. Una vez, estaba yendo a buscarle unas cosas y se me dio por mirar para atrás, no sabía si estaba soñando o la sopa de aquel almuerzo tenía hongos, pero la vi correr a través de unas rocas que estaban en el fondo de la casa donde vivía en ese entonces. Hizo toda esa escabrosa y peligrosa movida solo para darme un gran abrazo antes de irme y recordarme que, si no hay massini, le llevé un surtido de masitas con frutas.
Una vez me prometió que iba a llegar a los 100 años solo por mí, pero murió con 99 años. Yo pensé que era eterna y que iba a llegar a los 1000 pidiéndome nuevos postrecitos bajos en glucosa.
Fue una mujer tan excepcional que, en alguna parte de mi corazón, alguien muy atento, lustra su monumento.
(un recuerdo para las abuelas que siguen alegrando los días y para las que ya no están y que cambiaron el mundo, como la mía).
Caro.
Ilustración – Diego GSN Gonzáles
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